Ser buen hijo
Mi padre trabajó
durante casi cuarenta años de su vida en diversas empresas del sector de la
logística y el transporte internacional. De joven había emigrado a Alemania,
donde conoció a mi madre, y una vez de vuelta lo tuvo relativamente fácil para
encontrar trabajo en dicho sector, gracias al dominio del alemán adquirido
durante su estancia en el país germano. Algunos de vosotros lo conocéis
personalmente, y me atrevería decir que algunos ex-compañeros de trabajo que lo
tuvieron como jefe lo echan de menos.
Durante muchos
años he oído las historias que mi padre, y a veces también mi madre y mis
abuelos, nos explicaban de su etapa en Alemania. Algunas de esas historias me
las sabía yo de memoria, pues mi padre nos las explicaba a mis hermanos y a mí
para que no nos desmoralizáramos ante las dificultades, o para que
relativizáramos nuestras frustraciones y decepciones, haciéndonos ver que él lo
había tenido mucho más difícil y finalmente había obtenido una posición y
situación que para muchos de su generación sería envidiable.
Varias veces, en
los últimos años de trabajo, cuando ya comenzaba a vislumbrar el futuro dorado
de la jubilación, me comentaba que deseaba estudiar en la universidad y
escribir sus memorias. A mí se me ponía la piel de gallina pensando lo mucho
que nos parecemos él y yo, pues también él tiene una vena literaria que durante
mucho tiempo no pudo explotar. Su primer objetivo no sé si lo cumplirá, pero el
segundo está casi finalizado. No ha escrito unas memorias al uso, pues su
escrito apenas llega a la veintena de páginas. Mi padre estudió hasta conseguir
el título de bachillerato de la época, no ha acudido a ningún taller literario
y no se pasa horas delante del teclado, así que su manera de expresarse por
escrito no es tan literaria ni tan correcta como la de otros con mayores
estudios y dedicación. Tampoco su memoria es perfecta: en el texto hay muchas
omisiones, muchos resúmenes y pocos datos específicos. En unas pocas páginas
transcurren casi quince o veinte años de su vida, aunque en otros momentos de
su vida se detiene y se recrea con mayor detalle. El texto resultante
probablemente sea impublicable tal como está escrito. Por suerte mi padre no ha manifestado su
intención ni deseo de publicar sus memorias, y yo, como buen hijo, no le he
dicho que el texto necesitaría ser pulido, mejorado sustancialmente y alargado
hasta llegar a un número de páginas apropiado para poder ser editado. De todas
maneras, yo tampoco soy un experto por mucho que haya publicado un libro, y no
voy a ser quien le quite o disminuya una ilusión hecha realidad, de la que
tienen que estar orgulloso. Su proyecto era escribir sus memorias y lo ha hecho
todo lo bien que ha sabido hacerlo. Y ahí es donde entro yo.
Desde hace cosa
de un par de meses estoy escribiendo, con mucha calma y paciencia, otra novela.
Sería la novena que escribo, pero esta vez su redacción está siendo lenta y
pausada, meditada y meticulosa, y en ella no hablo ni de mí ni de mis amigos,
de mis neuras o mis alucinaciones, mis deseos o mis frustraciones. Mi padre es
la inspiración sobre la que se basa el personaje principal, un profesor de
universidad a punto de jubilarse, al cual se le muere el padre. El testamento,
críptico y confuso, ordena a su hijo que entregue un sobre con una hoja de
diario garabateada a dos antiguos vecinos del pueblo que emigraron hace casi
medio siglo.
El título de esta
novela, “Están las calles mojadas de tanto como llovió”, es una paráfrasis del
primer verso de una conocida canción gallega que me encanta y que transmite la
misma melancolía que espero poder transmitir en mi obra. No sé si conseguiré que realmente sea tan
buena como yo desearía, ni tampoco sé cuál será la reacción de mi padre al
comprobar que buena parte de su historia, alterada y mejorada (o empeorada, según
se mire), estará presente en una novela de su hijo. Mi intención no es
aprovecharme de sus experiencias, por mucho que las mías no sean ni tan jugosas
ni tan llenas de sacrificio, penas y rudezas. Supongo que, en último término,
lo que deseo es rendir homenaje al hombre que, cada vez que sufría un traspiés
o una decepción, cada vez que me sentía abatido e injustamente tratado por los
acontecimientos y la vida, me espetaba con gesto despreocupado : “Peor lo tuve yo, que con diecisiete años me
fui a Alemania con una camisiña en la maleta….”
Si consigo que
una parte de mi padre pueda ser transmitida a todo aquel que lea mi libro, que
una parte de su luz y tranquilidad, de su bondad y sencillez se desprenda de
sus hojas y de sus palabra, ya me daré por satisfecho. Culminar y mejorar el
proyecto de mi padre hace que me sienta mejor hijo de lo que he sido.
Comentarios