El verano de los náufragos

Escribí mi primera novela entre el verano de 2006 y el de 2007. Fueron meses convulsos para mí, por toda una serie de razones que los que me conocéis sabéis de sobras. Meses en que me sucedieron muchas cosas, algunas negativas, otras positivas, pero de alguna manera lo vivido entonces, para bien o para mal, tuvo su reflejo en mi capacidad de escribir una historia que había intentado poner por escrito varias veces antes sin éxito.

La novela tiene bastante de autobiográfico, aunque obviamente la ficción lo adorna y mejora todo. ¿De qué trata mi primera novela? De acontecimientos que con los años he aprendido a olvidar, de personas a las que nunca olvidaré pero que quizá hubiera sido mejor no haber conocido nunca, de sucesos que me marcaron con una huella que a día de hoy sigue destilando todo mi verbo, y de la certeza de que los niños que una vez fuimos todavía viven en los hombres y mujeres que hoy somos.

Os dejo una pequeña muestra del primer capítulo. Por ahora no está publicada. Si a alguien la gusta y quiere más, que me lo haga saber, que igual podemos llegar a un trato.


El verano en que recibí mi primer beso llegué al pueblo unas dos semanas antes de la fiesta de San Fiz, el patrón de Troya, un pueblo situado a tres kilómetros de la pequeña aldea rodeada de robles que había visto nacer a mi madre. Allí el tiempo dejaba de dividirse en horas y minutos, nadie miraba el reloj y a todos nos parecía que el correr detrás del autobús o el levantarse a golpe de despertador a las siete de la mañana fueran cosas propias de un planeta extraño al cual ni Loura ni Troya pertenecían. Y el tiempo no era dueño de nuestros latidos…

El autobús me dejó en la estación de Xastreu a eso de las ocho de la mañana. Ya había dejado de mirar el reloj al montarme al autobús, pero en la estación había un panel luminoso que recordaba la hora a los viajeros. Era inevitable no verlo y alegrarse de que hubieran pasado las casi catorce horas de agotador viaje desde la otra punta de la península. Había intentado dormir varias veces a lo largo de la noche, pero una mezcla de nervios y expectativas referentes a mi estancia en el pueblo me lo habían impedido. Las pocas veces que el sueño venía, cerraba los ojos e intentaba ponerme cómodo en el asiento del autobús, pero era una tarea casi imposible. No podía reclinarlo porque detrás tenía a una señora muy anciana que me había pedido que le dejara espacio para sus piernas, hinchadas y surcadas por unas varices enormes. Cuando, pese a todo ello, conseguía quedarme ligeramente dormido, mi cabeza se inclinaba hacia delante y mi frente golpeaba contra la repisa que la chapa de metal del chasis del vehículo formaba con el cristal, cosa que me provocó al cabo de varias repeticiones un pequeño chichón en mi frente. No había manera de dormir ni tampoco mis anhelos me lo permitían. Cada verano pasaba las vacaciones en el pueblo de mi madre, y cada verano sentía la misma emoción y el mismo nerviosismo durante el trayecto en autobús. Si era culpa del meigallo de Galicia o simplemente de las ganas que llevaba dentro de enrollarme con alguna de mis compañeras de cuadrilla es algo que después de tantos años todavía no tengo claro.

Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Qué es un pixapins?

La finalidad bendita de enseñar música

La dulce espera