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Mostrando entradas de marzo, 2006

De la renuncia y otros males

Desde hace años he intentado ocupar mis horas de la manera más fructífera posible. Es decir, actividades como ver la tele, mirar fijamente el techo mientras la mente se queda tan en blanco como la pintura de las paredes o hacer el vago un domingo levantándome a eso de las 12 eran actividades que sólo podía hacer con un regusto amargo y quedándome en el cuerpo una desagradable sensación de haber perdido mi precioso tiempo, teniendo que sentirme culpable por ello. Durante años, como digo, he pensado que mi padre desaprovechaba su escaso tiempo libre plantándose delante de la televisión al llegar a casa después de 12 horas de duro trabajo, o pasándose toda la mañana del sábado y del domingo – así como varias horas de las tardes de esos dos días – durmiendo. Y yo, consciente y seguro de que el ser humano tenía que cultivar todas aquellas parcelas del arte y de la cultura que su larga – o a veces corta – vida le permitiese, pensaba que el peor ocio era el ocio en que no había ni un ápice de

Que el amar no sea delito

“Ámame cuando menos lo merezca porque es cuando más lo necesito” Es un aforismo chino que he leído hoy, por casualidad, mientras visitaba el blog de un amigo mío que tiene mucho más éxito con sus publicaciones virtuales que yo con las mías. La cita aparecía como comentario de una entrada en la que el autor, antiguo profesor mío, explicaba que siempre había sentido más atracción por los alumnos conflictivos que por los buenos alumnos. De hecho, todos nos acordamos del gamberro de clase antes que del empollón, de aquél que rompió una puerta en el gimnasio intentando entrar en el vestuario de las niñas antes que del gafitas callado y estudioso que se sabía los capítulos del libro de sociales de memoria. Es la virtud y el defecto de nuestra memoria: recordamos gracias a las emociones, y siempre tenemos más presente la única bofetada que nos arreó nuestro padre que todos los sacrificios que ha hecho por nosotros. Cuando leí esta frase, a eso de las dos y media de la tarde, me hice

Desilusión y sublimación

Mi generación fue la de un puñado de chicos y chicas que creció con la televisión y sus series de dibujos japoneses, con nuestras abuelas que guardaban caramelos de miel y limón en un tarro de cristal ligeramente abombado escondido en el cajón inferior de la mesita de noche, con nuestras madres comenzando a emanciparse económicamente de sus maridos – o sea, nuestros padres – y con un millón de cachivaches inútiles que nos regalaban cada Navidad en pleno delirio consumista. Algunos – yo diría que muchos – estudiamos una carrera universitaria, logro que a ojos de nuestros padres parecía el súmmum de lo que un hombre respetable podía conseguir en esta vida. Algunos – otra vez diría que muchos – desarrollamos un cierto sentido de que la cultura y el conocimiento eran algo hermoso, necesario y hasta divertido, y que nos convenía como sociedad y como especie que aspiraba a mantenerse vivita y coleando en este planeta que asumiéramos de una vez por todas un cierto respeto por lo más elevado q