La edad de Cristo


Los catalanes tenemos una frase hecha para referirnos a los treinta y tres años. Decimos que es "la edad de Cristo", aunque ahora sepamos que el que convertía agua en vino no murió a esa edad. Treinta y tres es también la edad que tengo, a medio caminar hacia los cuarenta, que, como todo el mundo sabe, es la mitad de la vida y el momento de las crisis existenciales.

Este verano pasado volví al pueblo en que pasé los veranos de mi infancia y mi adolescencia, y vi de nuevo a amigos que hacía casi veinte años que no veía. Uno de ellos comentó: "ya tenemos una edad en que puede pasar que haga veinte años que no vemos a alguien". Al pensar en esa frase a solas me doy cuenta de que no es casualidad que encuentre de vez en cuando un pelo blanco entre la maraña que tengo en la cabeza. Siempre he tenido algún pelo rubio y alguno rojizo en la pseudoperilla de friki que acostumbro a llevar, pero un pelo blanco pasa de castaño oscuro (el juego de palabras con los colores debe de ser una señal de que estoy comenzando a chochear, como mínimo).

De lo que quiero hablar en este post no es de mis canas, aunque hacerlo me sirva para quitarle hierro al asunto. Al fin y al cabo, no es tan grave hacerse mayor. Mi mujer, cuatro años más experimentada que yo, tiene la tira de canas desde hace años y no va charlando de ello por las esquinas ni escribiendo posts sobre el tema. Centrémonos en el título: treinta y tres años es, según la tradición judeo-cristiana, la edad en que Cristo murió y subió a los cielos. O sea, el tío ascendió a la diestra de Dios padre antes de llegar a los treinta y cuatro. Consiguió el ascenso máximo, culminó la misión para la que había venido a la Tierra, y fundó Iglesia S.A., una de las empresas más rentables y longevas de la historia de la humanidad, con un logo que ya le gustaría tener a la mayoría de compañías actuales.  Consiguió lo que se había propuesto a la edad en que la mayoría de miembros de mi generación todavía no hemos conseguido un contrato indefinido.  Y eso es grave.

Mi generación, la de los mil euros, no sé cuántos másteres e idiomas, carreras y títulos, está a medio camino de todo: en muchos casos no tenemos un trabajo fijo, vivimos de alquiler o pagando una hipoteca de aúpa por un piso minúsculo, seguimos siendo ayudados de vez en cuando por nuestros padres (algún que otro túper con caldo gallego o algún que otro sobre por Navidad a lo Bárcenas), y por más que algunos ya tengamos críos e intentemos que no les falte de nada, cuando me miro al espejo tengo la sensación, al quedarme contemplando la molesta cana que cada día me da los buenos días al peinarme, que estoy a la mitad de todo y que mis sueños, como diría Calderón de la Barca, sueños son. Y a joderse.

Hace cosa de unos meses, como ya sabréis los asiduos al blog (que Alá os bendiga con muchos hijos por seguirme), publiqué mi primera novela en formato electrónico. Hice la promoción que pude, salí en la sección de cultura del Diari de Terrassa y durante unos días estuve el número cuatro mil y pico en el ránking de libros vendidos en Amazon. Resultado final: aún no es definitivo, pero durante el primer trimestre vendí sólo cinco ejemplares de mi libro. Por lo tanto, lo de la literatura es otro camino a ninguna parte que debo recorrer por el simple placer de caminar, no porque al final vaya a llegar a un maravilloso oasis de felicidad suprema en forma de profesión literaria.

Cada vez constato con mayor claridad que la ciencia de los sistemas se puede aplicar a una cantidad de fenómenos súperdispares y numerosísimos. Conseguir ganar un simple euro con la literatura también cumple con lo que Laporta y su equipo definía como el círculo virtuoso. En este caso, sería como sigue: si quiero vender un puto ejemplar, mi obra tiene que ser conocida, y si quiero que mi obra sea conocida, tengo que vender muchos putos ejemplares. Con lo cual, si eres un pelacañas como yo que trabaja de profesor de FP y cambia pañales en sus ratos libres, poco tienes que hacer. De aquí a un rato me informaré sobre el precio de confeccionar banners y otros tipos de anuncios on-line, pero mucho me da que no podré pagarlo. Es lo que tiene publicar en una editorial que juega a la estrategia inversa de una editorial tradicional: no necesitan vender muchos libros de unos pocos títulos publicados, sino que publican muchos libros que se venderán en cantidades muy pequeñas.

A veces tengo ganas de salir en pelotas a la calle, tapadas mis vergüenzas por un par de carteles unidos por una cuerda, con la portada de mi libro estampada por delante y por detrás. Gritaría simplemente: “¡Dejadme intentarlo, leñe!”

 

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