Que el amar no sea delito

“Ámame cuando menos lo merezca porque es cuando más lo necesito”

Es un aforismo chino que he leído hoy, por casualidad, mientras visitaba el blog de un amigo mío que tiene mucho más éxito con sus publicaciones virtuales que yo con las mías. La cita aparecía como comentario de una entrada en la que el autor, antiguo profesor mío, explicaba que siempre había sentido más atracción por los alumnos conflictivos que por los buenos alumnos. De hecho, todos nos acordamos del gamberro de clase antes que del empollón, de aquél que rompió una puerta en el gimnasio intentando entrar en el vestuario de las niñas antes que del gafitas callado y estudioso que se sabía los capítulos del libro de sociales de memoria. Es la virtud y el defecto de nuestra memoria: recordamos gracias a las emociones, y siempre tenemos más presente la única bofetada que nos arreó nuestro padre que todos los sacrificios que ha hecho por nosotros.

Cuando leí esta frase, a eso de las dos y media de la tarde, me hice una interpretación propia, en la cual no había espacio ni para alumnos ni para gamberros ocasionales. Mi punto de vista era que el amor se ha de ganar poco a poco, y la persona en cuestión ha de merecer el amor que tú le entregas libremente. No puedes dar amor a cambio de desprecio, de intransigencia, de arrogancia o de odio. El amor es un bien escaso, tan íntimo y tan necesario que no puedes regalarlo a la primera que pasa por la calle meneando el trasero como si fuera una gata en celo. Pero el sexo es un sucedáneo de lo más exitoso. Puedes desear sexualmente a alguien que te trate como un felpudo, puedes estar loquito/a por estar junto a alguien que te mira por encima del hombro, convencido de que al mirarse en el espejo verá poco menos que la imagen de Adonis hecha carne, y puedes creer que el amor es ciego y que sufrir por amor es poco menos que el destino que tiene todo amor en esta tierra donde los sueños, cuanto más imposibles, mejor. La literatura también ha contribuido a vendernos la imagen de que el mal de amores es el mal más hermoso que existe, y lo peor es que nos lo creemos.

Una amiga me comentaba hace poco que el amor, mirado fríamente, no es más que una transacción comercial, un mercadeo en el que cada una de las dos partes se conforma con una pareja que vale tanto como ella. Decía mi amiga que ninguna mujer se entregaría a un hombre si pensaba que éste estaba por debajo de ella en cuanto a atractivo físico. Ambos compradores debían estar satisfechos con la calidad del producto que consumían. Lo cual, desde que estoy enamorado de mi pequeña Pili, me hace pensar varias cosas: Confucio, al ser interrogado por un discípulo, respondió que, de poder pedir un deseo, pediría que las palabras volvieran a tener su sentido original. En el mundo que nos rodea sufrimos cada día un atracón de palabras y un empacho de imágenes. Sugerentes, deslumbrantes, estilizadas, idealizadas: así aparecen ante nuestros ojos las mujeres que vemos semidesnudas en los anuncios. Y nos parece de lo más normal – e incluso justo, realmente justo – que ninguna chica que use una talla 48 pueda vestirse atrevidamente – ¿dónde vas con ese escote, gorda? –. Así que el amor sólo debería estar permitido entre guapos y guapas, entre feos y feas, entre gordos y gordas y entre flacos y flacas. Y como Confucio nunca encontró una lámpara mágica, seguimos llamando amor a lo que, efectivamente, sólo es una transacción comercial.

Esta tarde he estado con Pili. Ella no usa un 110 de sujetador, pero me quiere de verdad, con esa extraña mezcla de ternura y deseo que hace que los ojos de quién ama brillen incluso cuando las lágrimas le nublan la vista. Por ello estoy contento: contento de amar a quién más lo merece, porque, al contrario de lo que dice el aforismo, es también quién más lo necesita.

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