De la renuncia y otros males

Desde hace años he intentado ocupar mis horas de la manera más fructífera posible. Es decir, actividades como ver la tele, mirar fijamente el techo mientras la mente se queda tan en blanco como la pintura de las paredes o hacer el vago un domingo levantándome a eso de las 12 eran actividades que sólo podía hacer con un regusto amargo y quedándome en el cuerpo una desagradable sensación de haber perdido mi precioso tiempo, teniendo que sentirme culpable por ello. Durante años, como digo, he pensado que mi padre desaprovechaba su escaso tiempo libre plantándose delante de la televisión al llegar a casa después de 12 horas de duro trabajo, o pasándose toda la mañana del sábado y del domingo – así como varias horas de las tardes de esos dos días – durmiendo. Y yo, consciente y seguro de que el ser humano tenía que cultivar todas aquellas parcelas del arte y de la cultura que su larga – o a veces corta – vida le permitiese, pensaba que el peor ocio era el ocio en que no había ni un ápice de esfuerzo por aprender o por disfrutar de los placeres intelectuales y estéticos que el espíritu de los hombres que nos precedieron ponía a disposición de nuestras manos, ojos y oídos.

Pues bien, acabo de descubrir que el trabajo, ese mal necesario, esa imprescindible fuente de ingresos y de relaciones humanas que nos hace malgastar nuestra vida aguantando a jefes insoportables – o peor aún, a alumnos tiranos y maleducados que se piensan que el respeto es el malo final de un videojuego – es la causa de la dejadez en el tiempo libre y la falta de ganas de estudiar música, aprender un idioma o disfrutar de las novelas de Philip Roth que tiene el hombre medio cuando llega a casa. Ahora entiendo por qué motivo mi padre pierde el tiempo como lo pierde cuando tiene un rato libre en casa, y por qué razón el fútbol es la droga legal más importante en cuanto a número de adictos de este país. El trabajo consume de tal manera nuestro arsenal de atención y concentración que llegamos cada día medio dormidos y extenuados a casa, necesitando desesperadamente una buena dosis de insignificancia y vagancia que nos devuelva las ganas de levantarnos a la mañana siguiente para ir a trabajar. Y así completamos el círculo.

Llevo varias semanas, concretamente seis, desde que comencé a trabajar como profesor de secundaria, intentado rebelarme y queriendo negar la evidencia que cada día que pasa se me hace más clara y se me hace – ¡qué remedio! – más asumible: se ha acabado la posibilidad que he tenido hasta ahora de dedicar mucho tiempo a mis aficiones, de gastar esfuerzos y dinero a partes iguales en mi educación musical y espiritual. Tendré que limitarme a ser como las demás personas, ni mejor ni peor, simplemente tan desnudo de inquietudes e impulsos creadores como el común de los mortales. Y, sobre todo, tendré que aprender a no sentirme culpable ni avergonzarme de vivir en una sociedad que pone como condición para un cierto bienestar material el renunciar a tus inquietudes más íntimas, dejándolas arrinconadas para siempre en el baúl polvoriento donde se acumulan los sueños muertos.

Estas palabras que hace unos meses me habrían parecido denunciables y propias de alguien con la misma sensibilidad estética que un ladrillo me parecen hoy aceptables: necesaria, dolorosa e inevitablemente aceptables. Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas, y los trabajadores vendemos nuestra alma por un sueldo decente. Así nos va. Y por eso escribir me es más necesario que nunca.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Pida, como Sabina, perdón por la tristeza.
Alfredito ha dicho que…
Bien, bien, vamos acertando con el tono. Me gusta. Y me gusta comprobar que estás enamorado. Muy contento me tienes. Esa especie de amargura que se adhiere a la piel de todos los profesores forma parte inevitable de nosotros y la hemos de "gestionar con eficacia" (que diría algún libro de autoayuda). Tendrás grandes satisfacciones también - ya te lo dije - y hallarás tesoritos, y te pegarás unas leches imponentes, y podrás mirar el cielo azul desde las ventanas. Ya verás, no está tan mal. Lo de las aficiones abandonadas tampoco ha de preocuparte: aparecerán otras, te impondrán algunas, recuperarás las que eran más que una afición... Es la vida.
¡Y esto sí que es poesía de la buena, amigo Carballo!
Un abrazo de verdad
Anónimo ha dicho que…
Interesante reflexión. Me ha gustado mucho y estoy de acuerdo (parcialmente). No obstante, harían falta mil revoluciones para cambiar esta sociedad y este modelo de vida que el sistema capitalista nos ha impuesto...así pues, o eres un rebelde sin causa... o panem et circus. Esto es lo que hay ;)

3.14's frater.
Anónimo ha dicho que…
No sabes la de veces que palabras muy parecidas han salido de mi boca.
Yo todavía me consuelo pensando que el tiempo que permanezca en la universidad es en realidad tiempo que estoy comprando, comprando para mi, para mi desarrollo intelectual.
Porque se, que cuando mi cuerpo este rendido de trabajar, mi alma no tendra fuerzas para expresarse.
Besos,
~Teejay
http://spaces.msn.com/teejaybgirl/
www.ExcesosYCinefilia.cjb.net

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