La inteligencia frustrada
Hace unos años entré en contacto con un grupo de superdotados, es decir, un grupo de gente que tenían un CI mucho más elevado que el de la mayoría de las personas, concretamente, más elevado que el del 98 por ciento de la población. En aquel tiempo yo andaba buscando gente más afín a mí, con la que tuviera temas de los que hablar, y con la que pudiera asistir a conciertos, exposiciones y otros acontecimientos culturales a los que nunca iba porque no quería ir sólo, así que pensé que me convendría conocer gente muy inteligente, ya que sin duda tendría muchas más cosas en común y podría hacer con ellos más cosas que con mis amigos de toda la vida, la mayoría de los cuales no tenían ningún gusto por la lectura ni por la música que me gustaba a mí. Conocí el grupo por un anuncio que encontré en mi facultad por casualidad, colgado del tablón de anuncios que había a la derecha de la puerta de entrada a la tienda de material universitario de la facultad. La primera reunión la tuve un domingo del mes de noviembre de 2000 en una calle de mi barrio, ya que, casualidades de la vida, un integrante del grupo, M., disponía de un piso dónde su padre había tenido una consulta.
Dentro de este grupo había una infelicidad increíble. El líder era un estudiante de filosofía, S., oriundo de Albacete, que había venido a estudiar Filosofía a Barcelona después de que se le muriera el padre. Mientras estudiaba en Madrid le habían hecho algunos test y le habían comentado que tenía talento para el pensamiento abstracto, sin decirle tampoco si era superdotado o no, lo cual encaja con el hecho de que fuera una de las personas más reflexivas, incluso demasiado reflexivas, que he conocido nunca. Cavilaba y cavilaba, analizaba y reanalizaba todo lo que le sucedía y lo que acontecía a su alrededor, sin dejar nunca de considerar que la filosofía y el pensamiento eran el máximo exponente del ser humano y debían de ser tomados muy en serio. Alguna vez dijo que él veía la filosofía como un onanismo mental, lo que vulgarmente se llama una paja mental, y él le atribuía un valor especial, no sólo como divertimento sino también como disciplina que permitía entender mejor la realidad. Había fundado el grupo como parte de una asociación de superdotados catalana a la que él había ido a parar cuando se vino a Barcelona a continuar la carrera, pensando que con quién mejor se llevaría sería con gente del mismo perfil que él. Un miembro del grupo era un licenciado en psicología, X., que estaba siempre deprimido, incapaz de enfrentarse a la vida y de superar unas crisis que hacían que se sintiera completamente incapaz de creer en sí mismo y tuviera que coger la baja en su trabajo con demasiada frecuencia. Otro miembro era un chico brasileño, D., de padre catalán y madre andaluza con un CI de 165 que podía expresarse en 10 idiomas y que estaba trabajando de administrativo en una empresa en la cual la mayoría de los que estaban por encima de él no habían leído ni la décima parte de los libros que él sí había leído.
Estos miembros eran dignos de compasión y aprecio, ya que tenían la problemática típica de la mayoría de los superdotados que me he encontrado en esta vida: su capacidad y su talento está por encima de la mayoría de la gente que tienen por encima de ellos en sus respectivos trabajos, y esa frustración les impide muchas veces disfrutar de la alegría de las pequeñas cosas. Y ello hacía que en el grupo se respirase un aire de desengaño hacia la vida que hacía que cada día que nos reuníamos nos enzarzáramos en discusiones filosóficas teñidas de un profundo pesimismo y una desconfianza absoluta hacia la sociedad en su conjunto, versando la mayor parte de las discusiones sobre temas tan trascendentales pero tan poco esperanzadores como qué papel debían jugar los superdotados en la sociedad, qué papel debía jugar nuestro grupo en el reconocimiento de la superdotación intelectual como problemática digna de ser atendida con la misma atención que las minusvalías o la violencia doméstica y qué tipo de acciones debíamos realizar para que la sociedad valorase más a los superdotados o, por lo menos, los tuviera en consideración y fuera consciente de que ser muy inteligente también puede ser un problema.
Pero no todos los miembros merecían el mismo respeto. M., del que ya he hablado, era un chico de 35 años que era hijo de un médico y se creía ser el ser más importante y especial de la tierra. En la primera reunión a la que asistí, este chico no dejó de hostigar verbalmente a quién no estuviera de acuerdo con sus posiciones, sin llegar al insulto pero con un tono de voz claramente agresivo, sin intentar nunca ceder o admitir que podía ser que no tuviera razón. Habló de lo que él quería que fuera el grupo, y en un momento dado, dijo textualmente: “Tengo otra asociación que promueve el ecologismo”. Me sorprendió que utilizara el verbo tener, ya fuera él el líder o no de la asociación, ya que una asociación no puede ser nunca una propiedad de una sola persona, sino que son los miembros que forman parte de ella los que, a título colectivo, poseen la entidad. Además de eso, hizo varias referencias despectivas hacia la sociedad en su conjunto, diciendo que no había nadie que tuviera un mínimo de inquietudes, y que la gente era como animalillos asustados con los que no se podía razonar.
En esta primera reunión, después de haberles oído explicar lo que hacían y lo que sentían, me pidieron que diera mi punto de vista. Les dije que veía que no tenían claro qué era lo que querían del grupo y que, para que funcionara, cada uno debería de ceder un poco en sus pretensiones, y así, poco a poco, se irían creando una serie de relaciones y complicidades en el grupo que harían que cada uno pudiera satisfacer las necesidades insatisfechas que les habían llevado a querer formar parte del grupo. Les dije cuáles eran las mías: buscar gente con la que tener cosas en común y poder salir a ver y oír cosas que me interesaran más que las que podía hacer con mis amigos de toda la vida. Les dije también que yo no sabía si era o no superdotado, ya que desconocía cuál era mi CI y además pensaba que probablemente yo no lo era, afirmación que no les gustó demasiado.
Seguí quedando varias veces con ellos, pero finalmente lo dejé al llegar el período de exámenes de febrero de 2001. Debido a que por entonces el psiquiatra me había quitado la medicación y a que yo no había acabado de comprender como funcionaba mi mente y no me había vuelto consciente del todo de lo que tenía que hacer para estar sano volví a enfermar, aunque esta vez con menor intensidad. Tuve que repetir el segundo curso de carrera, ya que no fui capaz de sacarme las tres asignaturas que suspendí en febrero y no estaba como para ir a clase durante todo aquel trimestre.
¿Y bien, qué aprendí de haber conocido a aquel grupo de personas? Pues lo mismo que ya dijera Lord Byron hace ya unos cuantos siglos, que el árbol del conocimiento no es el mismo que el árbol de la vida. Creo que no era sólo una cuestión de la propia dinámica del grupo en sí, sino que un exceso de pensamiento niega la vida, le resta valor y hace que las alegrías del día a día, que no son transcendentales ni eternas parezcan insignificantes y completamente prescindibles. El grupo se acabó disolviendo por unos turbios asuntos relacionados con la asociación de la que formaba parte el grupo, la cual era poco menos que una secta, y S. se volvió a Madrid. Una vez me comentó que su objetivo al formar el grupo era simplemente hacer amigos, porque lo que ese chaval y todos los que estaban en el grupo necesitaban no era charlar de filosofía hasta largas horas de la noche ni intentar cambiar el mundo para que por fin se oyera la oprimida voz de los superdotados, sino simplemente sentirse aceptados, queridos y valorados como muy probablemente no se habían sentido nunca, en parte porque ciertamente la sociedad margina a los diferentes, pero también porque no eran conscientes de que muchas veces es necesario ser menos filósofo y menos superdotado y dedicarse a ser más humilde y más sencillo.
Dentro de este grupo había una infelicidad increíble. El líder era un estudiante de filosofía, S., oriundo de Albacete, que había venido a estudiar Filosofía a Barcelona después de que se le muriera el padre. Mientras estudiaba en Madrid le habían hecho algunos test y le habían comentado que tenía talento para el pensamiento abstracto, sin decirle tampoco si era superdotado o no, lo cual encaja con el hecho de que fuera una de las personas más reflexivas, incluso demasiado reflexivas, que he conocido nunca. Cavilaba y cavilaba, analizaba y reanalizaba todo lo que le sucedía y lo que acontecía a su alrededor, sin dejar nunca de considerar que la filosofía y el pensamiento eran el máximo exponente del ser humano y debían de ser tomados muy en serio. Alguna vez dijo que él veía la filosofía como un onanismo mental, lo que vulgarmente se llama una paja mental, y él le atribuía un valor especial, no sólo como divertimento sino también como disciplina que permitía entender mejor la realidad. Había fundado el grupo como parte de una asociación de superdotados catalana a la que él había ido a parar cuando se vino a Barcelona a continuar la carrera, pensando que con quién mejor se llevaría sería con gente del mismo perfil que él. Un miembro del grupo era un licenciado en psicología, X., que estaba siempre deprimido, incapaz de enfrentarse a la vida y de superar unas crisis que hacían que se sintiera completamente incapaz de creer en sí mismo y tuviera que coger la baja en su trabajo con demasiada frecuencia. Otro miembro era un chico brasileño, D., de padre catalán y madre andaluza con un CI de 165 que podía expresarse en 10 idiomas y que estaba trabajando de administrativo en una empresa en la cual la mayoría de los que estaban por encima de él no habían leído ni la décima parte de los libros que él sí había leído.
Estos miembros eran dignos de compasión y aprecio, ya que tenían la problemática típica de la mayoría de los superdotados que me he encontrado en esta vida: su capacidad y su talento está por encima de la mayoría de la gente que tienen por encima de ellos en sus respectivos trabajos, y esa frustración les impide muchas veces disfrutar de la alegría de las pequeñas cosas. Y ello hacía que en el grupo se respirase un aire de desengaño hacia la vida que hacía que cada día que nos reuníamos nos enzarzáramos en discusiones filosóficas teñidas de un profundo pesimismo y una desconfianza absoluta hacia la sociedad en su conjunto, versando la mayor parte de las discusiones sobre temas tan trascendentales pero tan poco esperanzadores como qué papel debían jugar los superdotados en la sociedad, qué papel debía jugar nuestro grupo en el reconocimiento de la superdotación intelectual como problemática digna de ser atendida con la misma atención que las minusvalías o la violencia doméstica y qué tipo de acciones debíamos realizar para que la sociedad valorase más a los superdotados o, por lo menos, los tuviera en consideración y fuera consciente de que ser muy inteligente también puede ser un problema.
Pero no todos los miembros merecían el mismo respeto. M., del que ya he hablado, era un chico de 35 años que era hijo de un médico y se creía ser el ser más importante y especial de la tierra. En la primera reunión a la que asistí, este chico no dejó de hostigar verbalmente a quién no estuviera de acuerdo con sus posiciones, sin llegar al insulto pero con un tono de voz claramente agresivo, sin intentar nunca ceder o admitir que podía ser que no tuviera razón. Habló de lo que él quería que fuera el grupo, y en un momento dado, dijo textualmente: “Tengo otra asociación que promueve el ecologismo”. Me sorprendió que utilizara el verbo tener, ya fuera él el líder o no de la asociación, ya que una asociación no puede ser nunca una propiedad de una sola persona, sino que son los miembros que forman parte de ella los que, a título colectivo, poseen la entidad. Además de eso, hizo varias referencias despectivas hacia la sociedad en su conjunto, diciendo que no había nadie que tuviera un mínimo de inquietudes, y que la gente era como animalillos asustados con los que no se podía razonar.
En esta primera reunión, después de haberles oído explicar lo que hacían y lo que sentían, me pidieron que diera mi punto de vista. Les dije que veía que no tenían claro qué era lo que querían del grupo y que, para que funcionara, cada uno debería de ceder un poco en sus pretensiones, y así, poco a poco, se irían creando una serie de relaciones y complicidades en el grupo que harían que cada uno pudiera satisfacer las necesidades insatisfechas que les habían llevado a querer formar parte del grupo. Les dije cuáles eran las mías: buscar gente con la que tener cosas en común y poder salir a ver y oír cosas que me interesaran más que las que podía hacer con mis amigos de toda la vida. Les dije también que yo no sabía si era o no superdotado, ya que desconocía cuál era mi CI y además pensaba que probablemente yo no lo era, afirmación que no les gustó demasiado.
Seguí quedando varias veces con ellos, pero finalmente lo dejé al llegar el período de exámenes de febrero de 2001. Debido a que por entonces el psiquiatra me había quitado la medicación y a que yo no había acabado de comprender como funcionaba mi mente y no me había vuelto consciente del todo de lo que tenía que hacer para estar sano volví a enfermar, aunque esta vez con menor intensidad. Tuve que repetir el segundo curso de carrera, ya que no fui capaz de sacarme las tres asignaturas que suspendí en febrero y no estaba como para ir a clase durante todo aquel trimestre.
¿Y bien, qué aprendí de haber conocido a aquel grupo de personas? Pues lo mismo que ya dijera Lord Byron hace ya unos cuantos siglos, que el árbol del conocimiento no es el mismo que el árbol de la vida. Creo que no era sólo una cuestión de la propia dinámica del grupo en sí, sino que un exceso de pensamiento niega la vida, le resta valor y hace que las alegrías del día a día, que no son transcendentales ni eternas parezcan insignificantes y completamente prescindibles. El grupo se acabó disolviendo por unos turbios asuntos relacionados con la asociación de la que formaba parte el grupo, la cual era poco menos que una secta, y S. se volvió a Madrid. Una vez me comentó que su objetivo al formar el grupo era simplemente hacer amigos, porque lo que ese chaval y todos los que estaban en el grupo necesitaban no era charlar de filosofía hasta largas horas de la noche ni intentar cambiar el mundo para que por fin se oyera la oprimida voz de los superdotados, sino simplemente sentirse aceptados, queridos y valorados como muy probablemente no se habían sentido nunca, en parte porque ciertamente la sociedad margina a los diferentes, pero también porque no eran conscientes de que muchas veces es necesario ser menos filósofo y menos superdotado y dedicarse a ser más humilde y más sencillo.
Comentarios
Yo, amigo Carballo, desconfío de los CI, mucho mucho mucho. En lo que sí estoy totalmente de acuerdo es en tratar la superdotación como una minusvalía.
Un abrazo. (Y prodígate más, hombre, aunque en el terreno de lo poético....en fin)