De Quijotes y molinos
El jueves pasado empecé mis vacaciones de semana santa, sabiendo que cuatro días de esta semana serían ocupados en preparar clases y en corregir exámenes, con la cabeza llena de recuerdos desagradables referentes a la última clase que tuve en el colegio, sintiéndome medio incapaz de dominar a los niños y pensando que poco a poco me estaba convirtiendo en una especie de torpe mental, sin la agilidad que mi mente tenía en otros momentos de mi vida y con la mayoría de mis músculos tensamente agarrotados. Comencé las vacaciones sintiéndome aliviado por dejar atrás la animosidad e incoherencia que llenaba las gargantas de los niños que, durante la última semana antes de las vacaciones, estaban realmente insoportables.
Pues bien, durante estas pequeñas vacaciones he visto que parte del problema al cual me enfrento durante estas semanas, es decir, parte de la culpa de tener estos sentimientos míos tan llenos de tristeza y de aceptada resignación es mía. Durante todo el tiempo que he estado trabajando de profesor me he olvidado de hacer los ejercicios de respiración que me mandaba mi profesora de canto y no he querido tampoco dedicarle tiempo a la meditación, actividad relajante que tan bien me fue el año pasado por estas fechas. Por aquel entonces, realizando un trabajo – teleoperador – que tampoco era demasiado agradable y estaba mucho peor pagado que el de profesor, fui capaz de relajarme, tranquilizarme, disfrutar de la vida y de los placeres pequeños que nos depara el día a día. ¿Casualidad, azar? No, simplemente sucedió todo gracias a una equilibrada dosis de paciencia, optimismo, satisfacción y, sobretodo, gracias a una autodisciplina que me impuse a mí mismo con el objetivo de poner en práctica los ejercicios que mi profesora de meditación me indicaba. Recuerdo haber llegado a sentir una paz y una calma interior tan grandes que en una de las clases no pude evitar llorar delante de mi profesora, entusiasmado por la sensación de haber vuelto por fin a la calma de los días previos a mi enfermedad, cuando mis pensamientos tenían el mismo color azul que el de un lago de alta montaña.
Nunca he sido una persona que se dejara llevar por el desánimo. Y, sin embargo, durante estos largos dos meses me ha vencido la sensación de no valer para nada y de no desear dedicarme a la única posible salida profesional que tengo. Cuando era pequeño siempre bajaba a defender después de las canastas rivales, unas veces cabreado, otras veces resignado, pero siempre lleno de voluntad y de coraje, sabiendo que yo no podía nada contra todo el equipo contrario, pero sabiendo que mi obligación era dejarme hasta el último aliento en el campo de baloncesto.
Nosotros los profesores no somos más que Quijotes luchando contra los molinos de la realidad. ¿Es que acaso hay alguien que dude de lo necesarios que son los Alonso Quijano de este mundo en esta hora sombría de desconcierto y ocaso de los valores? Deben ser las vacaciones, la luz que baña cada vez más cálidamente las cuatro paredes de mi cuartucho desordenado, el olor imperceptible de la hiedra fresca que viste las paredes del patio de mi casa de un color verde selvático, o esa mezcla de química e ideas alucinadas que se llama amor. No sé qué es lo que en estos momentos me empuja a sentarme en esta silla, delante del mismo teclado que tantas veces he aporreado con mis dedos, y escribir, como en los antiguos billetes de mil pesetas, que “entre los muertos siempre habrá una lengua viva para decir que el profesorado no se rinde”.
Pues bien, durante estas pequeñas vacaciones he visto que parte del problema al cual me enfrento durante estas semanas, es decir, parte de la culpa de tener estos sentimientos míos tan llenos de tristeza y de aceptada resignación es mía. Durante todo el tiempo que he estado trabajando de profesor me he olvidado de hacer los ejercicios de respiración que me mandaba mi profesora de canto y no he querido tampoco dedicarle tiempo a la meditación, actividad relajante que tan bien me fue el año pasado por estas fechas. Por aquel entonces, realizando un trabajo – teleoperador – que tampoco era demasiado agradable y estaba mucho peor pagado que el de profesor, fui capaz de relajarme, tranquilizarme, disfrutar de la vida y de los placeres pequeños que nos depara el día a día. ¿Casualidad, azar? No, simplemente sucedió todo gracias a una equilibrada dosis de paciencia, optimismo, satisfacción y, sobretodo, gracias a una autodisciplina que me impuse a mí mismo con el objetivo de poner en práctica los ejercicios que mi profesora de meditación me indicaba. Recuerdo haber llegado a sentir una paz y una calma interior tan grandes que en una de las clases no pude evitar llorar delante de mi profesora, entusiasmado por la sensación de haber vuelto por fin a la calma de los días previos a mi enfermedad, cuando mis pensamientos tenían el mismo color azul que el de un lago de alta montaña.
Nunca he sido una persona que se dejara llevar por el desánimo. Y, sin embargo, durante estos largos dos meses me ha vencido la sensación de no valer para nada y de no desear dedicarme a la única posible salida profesional que tengo. Cuando era pequeño siempre bajaba a defender después de las canastas rivales, unas veces cabreado, otras veces resignado, pero siempre lleno de voluntad y de coraje, sabiendo que yo no podía nada contra todo el equipo contrario, pero sabiendo que mi obligación era dejarme hasta el último aliento en el campo de baloncesto.
Nosotros los profesores no somos más que Quijotes luchando contra los molinos de la realidad. ¿Es que acaso hay alguien que dude de lo necesarios que son los Alonso Quijano de este mundo en esta hora sombría de desconcierto y ocaso de los valores? Deben ser las vacaciones, la luz que baña cada vez más cálidamente las cuatro paredes de mi cuartucho desordenado, el olor imperceptible de la hiedra fresca que viste las paredes del patio de mi casa de un color verde selvático, o esa mezcla de química e ideas alucinadas que se llama amor. No sé qué es lo que en estos momentos me empuja a sentarme en esta silla, delante del mismo teclado que tantas veces he aporreado con mis dedos, y escribir, como en los antiguos billetes de mil pesetas, que “entre los muertos siempre habrá una lengua viva para decir que el profesorado no se rinde”.
Comentarios
Un abrazo, colega, y amigo (supongo).