Para Pili, mi pequeña pianista
Pili se sienta, callada, ante el piano que todo lo absorbe. Toca, acaricia, amartillea, y el piano todo lo absorbe. Pili se sienta, callada, la música también con sangre entra.
Golpea, apreta, tensa, y el piano nunca se queja. Pili piensa, en silencio, que quizá no desea tocar, que algo impropio le hace mover los dedos, esos dedos finos que saben volar. Schubert le ha hablado cientos de veces, y Mozart, y Bach. Todos ellos le han contado como brilla la luna sobre el lago de Como, o de qué color son las hojas que caen al suelo en el otoño lluvioso de la Selva Negra. Y ella los ha escuchado con ardorosa impaciencia, con pasión impenitente, volcada en las notas que los maestros del pasado han escrito para ella y sus dedos perfectos. A cambio de contarle esas hermosas historias, los compositores le han exigido disciplina, paciencia, trabajo, humildad ante el teclado y sacrificio, montañas de sacrificio. Ella aceptó éstas y otras contrapartidas, y se vio a sí misma coronada por la belleza inmarchitable de las elegidas por la música para llevar la buena nueva al mundo. Esa era toda su necesidad, toda su impaciencia que se tornaba esperanza de ser apóstol de la música. La magia que sentía cuando sus dedos bailaban sobre el teclado era más que suficiente para llenar su corazoncito y hacerle llegar a la plenitud. Pili vibra con cada nota y cada nota está escrita para que ella la ejecute. ¿Acaso necesita nada más para ser feliz?
Pero cuando Pili acaba de tocar, cuando ha saciado su necesidad diaria de belleza y armonía, se pregunta si algún día podrá gozar de todos esos sentimientos de los que todos esos compositores hablan. “¿Amor? No sé, quizá”, y entre frase y frase piensa en un acorde de Do mayor, deseando que las notas no estén hechas de madera pintada de blanco, sino de un material más humano, más cálido, más carnal. “¿Y habrá alguien que me quiera? Porque si hay alguien ahí que quiera estar conmigo, tendrá que convivir con mi imperfección y yo”, y Pili se siente entonces triste y sola, perdida entre los mares de arpegios y octavas saltarinas entre los que aún nada su mente. Ante el teclado los miedos desaparecen, pero cuando las notas se desvanecen, los fantasmas de la soledad vuelven con fuerza, la misma con que ella toca un fortíssimo desesperado.
Hace una semana que Pili se siente diferente, que sabe que hay alguien ahí afuera, entre la multitud, para el que no hace falta que toque. Hay alguien ahí afuera que se contenta con sentarse a su lado y cogerla de la mano, apretarla contra su pecho y dejar perder su mirada en sus ojos brillantes. Hay alguien para quién no hace falta que sea perfecta, alguien que la quiere por lo que es y que, aunque también ama a la pianista, desea por encima de todas las cosas que Pili deje el traje de concierto y se desnude ante el espejo de su alma. Porque Pili le inspira a esta persona una calma tan grande y un cariño tan profundo que hace que ninguno de los dos necesite la perfección del otro.
Golpea, apreta, tensa, y el piano nunca se queja. Pili piensa, en silencio, que quizá no desea tocar, que algo impropio le hace mover los dedos, esos dedos finos que saben volar. Schubert le ha hablado cientos de veces, y Mozart, y Bach. Todos ellos le han contado como brilla la luna sobre el lago de Como, o de qué color son las hojas que caen al suelo en el otoño lluvioso de la Selva Negra. Y ella los ha escuchado con ardorosa impaciencia, con pasión impenitente, volcada en las notas que los maestros del pasado han escrito para ella y sus dedos perfectos. A cambio de contarle esas hermosas historias, los compositores le han exigido disciplina, paciencia, trabajo, humildad ante el teclado y sacrificio, montañas de sacrificio. Ella aceptó éstas y otras contrapartidas, y se vio a sí misma coronada por la belleza inmarchitable de las elegidas por la música para llevar la buena nueva al mundo. Esa era toda su necesidad, toda su impaciencia que se tornaba esperanza de ser apóstol de la música. La magia que sentía cuando sus dedos bailaban sobre el teclado era más que suficiente para llenar su corazoncito y hacerle llegar a la plenitud. Pili vibra con cada nota y cada nota está escrita para que ella la ejecute. ¿Acaso necesita nada más para ser feliz?
Pero cuando Pili acaba de tocar, cuando ha saciado su necesidad diaria de belleza y armonía, se pregunta si algún día podrá gozar de todos esos sentimientos de los que todos esos compositores hablan. “¿Amor? No sé, quizá”, y entre frase y frase piensa en un acorde de Do mayor, deseando que las notas no estén hechas de madera pintada de blanco, sino de un material más humano, más cálido, más carnal. “¿Y habrá alguien que me quiera? Porque si hay alguien ahí que quiera estar conmigo, tendrá que convivir con mi imperfección y yo”, y Pili se siente entonces triste y sola, perdida entre los mares de arpegios y octavas saltarinas entre los que aún nada su mente. Ante el teclado los miedos desaparecen, pero cuando las notas se desvanecen, los fantasmas de la soledad vuelven con fuerza, la misma con que ella toca un fortíssimo desesperado.
Hace una semana que Pili se siente diferente, que sabe que hay alguien ahí afuera, entre la multitud, para el que no hace falta que toque. Hay alguien ahí afuera que se contenta con sentarse a su lado y cogerla de la mano, apretarla contra su pecho y dejar perder su mirada en sus ojos brillantes. Hay alguien para quién no hace falta que sea perfecta, alguien que la quiere por lo que es y que, aunque también ama a la pianista, desea por encima de todas las cosas que Pili deje el traje de concierto y se desnude ante el espejo de su alma. Porque Pili le inspira a esta persona una calma tan grande y un cariño tan profundo que hace que ninguno de los dos necesite la perfección del otro.
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Evita Dinamita