Rothfilia
Durante estas últimas semanas he recibido contestación de tres agencias más, por lo que ya son seis las que me han respondido. Esto ya parece un partido de tenis en el que me han ganado un set en blanco: ninguna de las seis desea asumir la representación de mi manuscrito. De todas maneras, no es algo que me duela especialmente. Ahora mismo estoy escribiendo una tercera novela que creo que es bastante más publicable que las dos anteriores. Está basada en una noticia que me llegó por e-mail sobre un hospital sudafricano en el que cada semana moría un paciente en una de las habitaciones de la UCI. La historia tiene tela, especialmente el final, que no puedo desvelar puesto que es lo mejor de la historia, aparte de que no tendría ningún sentido leerse un libro de misterio si ya sabes quién es el asesino. Aunque yo no calificaría de libro de misterio esta nueva novela, puesto que, sin quererlo, siempre me acaba saliendo uno de aquellos libros repletos de descripciones abundantes, frases largas, retórica, reflexiones, detalles y diálogos más o menos inteligentes – o eso creo –. Es decir, todo lo contrario de lo que las editoriales quieren vender y los lectores quieren leer.
Hace unos meses, en Navidad, mi hermano le regaló a mi padre un best-seller llamado “La sangre de los inocentes”, de una periodista llamada Julia Navarro, cuyos anteriores libros habían sido grandes éxitos de ventas. Lo abrí con la intención de leérmelo, y me bastó leer un par de párrafos para advertir que la calidad del texto era pésima. Los adjetivos brillaban por su ausencia, los personajes se describían con dos frases, y no había ni una sola frase trabajada, de ésas que tienen varias comas, o guiones, o puntos y coma, y que hablan a la vez del personaje, su carácter y su pasado con la suficiente gracia, elegancia y ritmo como para que el discurso fluya y los párrafos formen un todo compacto y sin fisuras. Desde que volví a coger con fuerza el hábito lector, hace cosa de tres años, al acabar la carrera, he leído un par de best-sellers que literariamente eran bastante flojos, y cuya único interés era el puro entretenimiento. Me refiero al omnipresente código Da Vinci, y a otro por el estilo llamado “El enigma Vivaldi”. Creo que hoy en día no sería capaz de leerlos, quizá porque hace tiempo que he enfermado de rothfilia. Tranquilos, no es ninguna enfermedad de transmisión sexual, sino un neologismo de cuño propio que sirve para designar la manía que tengo de leer las obras de un escritor como la copa de un pino, un literato americano que descubrí gracias a una adaptación cinematográfica de una de sus novelas: Philip Roth.
No voy a hablar de su vida, ni a dar un montón de datos sobre sus obras o sus personajes, puesto que para eso ya están las decenas de páginas que hay en internet sobre el tipo en cuestión – algunas de ellas muy interesantes, por cierto –. Lo único que quiero manifestar es que este tío sí que sabe lo que es escribir, y el muy cabrón lo demuestra en cada párrafo. Sus libros suelen tener una carga erótica nada despreciable. De hecho, uno de ellos – “El profesor del deseo” – consiste básicamente en explicar al lector cómo y con quién ha follado durante años un profesor de universidad americano – que si suecas, tríos, putas, etc… –. Alguien opinará que es un tanto machista, que si está un poco obsesionado con el sexo, que si escribe con la polla en vez de con el cerebro, que si no es políticamente correcto, y otras cosas por el estilo. Pues sí, es cierto: el tío es un salido. Tiene setenta y cinco años y estoy seguro que, al igual que su personaje más emblemático, Coleman Silk, el protagonista de “La mancha humana”, debe de tomar Viagra para poder enrollarse con mujeres a las que dobla la edad. Habrá quién no le lea precisamente por eso, pero quien diga que es un mal escritor no tiene ni puñetera idea de literatura.
Así que os daré un consejo: si alguien quiere leer un poco de literatura de primera, de esa que te muestra toda la grandeza y la bajeza de la condición humana, y muestra sin tapujos que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor, que se lea “La mancha humana”.
Y fliparéis, os lo aseguro.
Hace unos meses, en Navidad, mi hermano le regaló a mi padre un best-seller llamado “La sangre de los inocentes”, de una periodista llamada Julia Navarro, cuyos anteriores libros habían sido grandes éxitos de ventas. Lo abrí con la intención de leérmelo, y me bastó leer un par de párrafos para advertir que la calidad del texto era pésima. Los adjetivos brillaban por su ausencia, los personajes se describían con dos frases, y no había ni una sola frase trabajada, de ésas que tienen varias comas, o guiones, o puntos y coma, y que hablan a la vez del personaje, su carácter y su pasado con la suficiente gracia, elegancia y ritmo como para que el discurso fluya y los párrafos formen un todo compacto y sin fisuras. Desde que volví a coger con fuerza el hábito lector, hace cosa de tres años, al acabar la carrera, he leído un par de best-sellers que literariamente eran bastante flojos, y cuya único interés era el puro entretenimiento. Me refiero al omnipresente código Da Vinci, y a otro por el estilo llamado “El enigma Vivaldi”. Creo que hoy en día no sería capaz de leerlos, quizá porque hace tiempo que he enfermado de rothfilia. Tranquilos, no es ninguna enfermedad de transmisión sexual, sino un neologismo de cuño propio que sirve para designar la manía que tengo de leer las obras de un escritor como la copa de un pino, un literato americano que descubrí gracias a una adaptación cinematográfica de una de sus novelas: Philip Roth.
No voy a hablar de su vida, ni a dar un montón de datos sobre sus obras o sus personajes, puesto que para eso ya están las decenas de páginas que hay en internet sobre el tipo en cuestión – algunas de ellas muy interesantes, por cierto –. Lo único que quiero manifestar es que este tío sí que sabe lo que es escribir, y el muy cabrón lo demuestra en cada párrafo. Sus libros suelen tener una carga erótica nada despreciable. De hecho, uno de ellos – “El profesor del deseo” – consiste básicamente en explicar al lector cómo y con quién ha follado durante años un profesor de universidad americano – que si suecas, tríos, putas, etc… –. Alguien opinará que es un tanto machista, que si está un poco obsesionado con el sexo, que si escribe con la polla en vez de con el cerebro, que si no es políticamente correcto, y otras cosas por el estilo. Pues sí, es cierto: el tío es un salido. Tiene setenta y cinco años y estoy seguro que, al igual que su personaje más emblemático, Coleman Silk, el protagonista de “La mancha humana”, debe de tomar Viagra para poder enrollarse con mujeres a las que dobla la edad. Habrá quién no le lea precisamente por eso, pero quien diga que es un mal escritor no tiene ni puñetera idea de literatura.
Así que os daré un consejo: si alguien quiere leer un poco de literatura de primera, de esa que te muestra toda la grandeza y la bajeza de la condición humana, y muestra sin tapujos que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor, que se lea “La mancha humana”.
Y fliparéis, os lo aseguro.
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