Otro año más
Salir en fin de año es como gritarle al árbitro en un partido de fútbol: como todo el mundo lo hace, no pasa nada por ser un tanto maleducado. Que conste que me gusta la fiesta, y pasarlo bien con mis amigos, pero no entiendo porque hay ciertas noches al año - la otra es la de San Juan - en la que parece que haya que rellenar la casilla de juerguista en tu declaración de la renta. Supongamos que eres una persona más bien tranquilita, que no bebes, que no te gusta demasiado la fiesta y que no soportas que todo el mundo vaya desfasado a tu alrededor. Una persona así lo tiene crudo en días como este, porque de lo que se trata en fin de año es de celebrar que el tiempo corre y que hemos de comprar un nuevo calendario para sustituir al viejo. Hay gente que se compra ropa interior roja, nos comemos una uvas tan rápido que no da tiempo a que se pelen o se les quite las pepitas, nos emborrachamos, hacemos propósitos de año nuevo que dejaremos a las dos semanas y nos ilusionamos con el futuro cuando probablemente no haya ninguna razón objetiva para hacerlo. Debe ser que los seres humanos somos así: nos chiflan las cifras, deseamos ardientemente ponerle número a todo y, especialmente en España, respetamos el escrupuloso orden de las colas y filas a las que nuestra más que deficiente administración nos tiene acostumbrados.
¿De dónde viene tal pasión por celebrar y regodearse con el paso del tiempo? Celebramos los cumpleaños, que digo yo que ya es macabro celebrar que eres un año más viejo. Nos informan de que tal gobierno lleva cien días en el ejercicio de su función, nos recuerdan que tal hecho ocurrió hace diez o veinticinco años, a veces incluso cien, y nosotros creemos que algo de mágico tiene que tal día como hoy hace unos cuantos años se descubriera la vacuna de la polio, o que naciera Mozart, o cualquier otra fecha que nos haga pensar que el pasado estaba lleno de personas insignes y magníficas cuya presencia nos parece irrepetible o, cuanto menos, digna de recuerdo. La fiesta, la celebración, es un ritual que repetimos aunque desconozcamos el verdadero significado de la fecha que se conmemora. De hecho, la cuestión es apuntarse a la farra, sea esta típicamente española o de importación, como es el caso del foráneo Halloween, que ha invadido la muy cristiana – y quizá por eso tan vilipendiada – celebración de todos los santos.
Y bien, ¿quién sale beneficiado de todo esto? Pues está claro que los empresarios de la noche son los únicos que se aprovechan de noches como ésta. Porque me parece que los pobres vecinos de los locales de fiesta que soportan el ruido de los clientes que acceden a los locales ya casi borrachos, los conductores del metro que se pasan toda la noche sin dormir, los basureros que a la mañana siguiente se encuentran con las restas de las cenas de nochevieja vomitadas en las aceras, los barmans que aguantan estoicamente toda la noche trabajando mientras los demás nos divertimos, los médicos de urgencias que trabajan a destajo en noches de macrofiestas aplicando inyecciones de glucosa a los que beben demasiado, y los taxistas que están deseando que la carrera sea corta y no le de tiempo al pasajero a devolver o a dejarle un insoportable olor a alcohol en la tapicería, por sólo citar algunos ejemplos, no se lo pasan muy bien en la última noche del año.
Pero lo peor de todo es comprobar como cada año nuestras televisiones nos inundan con el mismo tipo de programa gala-superfiesta-horterada en la que los payasos de turno realizan actuaciones musicales en play-back y los mismos cómicos que salen todo el año en la cadena amenizan con chistes insulsos la espera entre farsa y farsa. ¿Es mucho pedir un poquito de imaginación a los programadores de la noche del 31 al 1? Los José Luis Moreno de todo el país se frotan las manos ante el derroche de caspa de quienes nos retransmiten las campanadas y el año nuevo en televisión.
Que le vamos a hacer, llega otro año y nosotros le ofrecemos lo de todos los años: ilusión que el propio devenir del tiempo nos irá quitando hasta que llegue el momento en que otro fin de año nos haga renovar las esperanzas de un cambio de vida que cuesta mucho más que comerse las doce uvas en doce segundos.
¿De dónde viene tal pasión por celebrar y regodearse con el paso del tiempo? Celebramos los cumpleaños, que digo yo que ya es macabro celebrar que eres un año más viejo. Nos informan de que tal gobierno lleva cien días en el ejercicio de su función, nos recuerdan que tal hecho ocurrió hace diez o veinticinco años, a veces incluso cien, y nosotros creemos que algo de mágico tiene que tal día como hoy hace unos cuantos años se descubriera la vacuna de la polio, o que naciera Mozart, o cualquier otra fecha que nos haga pensar que el pasado estaba lleno de personas insignes y magníficas cuya presencia nos parece irrepetible o, cuanto menos, digna de recuerdo. La fiesta, la celebración, es un ritual que repetimos aunque desconozcamos el verdadero significado de la fecha que se conmemora. De hecho, la cuestión es apuntarse a la farra, sea esta típicamente española o de importación, como es el caso del foráneo Halloween, que ha invadido la muy cristiana – y quizá por eso tan vilipendiada – celebración de todos los santos.
Y bien, ¿quién sale beneficiado de todo esto? Pues está claro que los empresarios de la noche son los únicos que se aprovechan de noches como ésta. Porque me parece que los pobres vecinos de los locales de fiesta que soportan el ruido de los clientes que acceden a los locales ya casi borrachos, los conductores del metro que se pasan toda la noche sin dormir, los basureros que a la mañana siguiente se encuentran con las restas de las cenas de nochevieja vomitadas en las aceras, los barmans que aguantan estoicamente toda la noche trabajando mientras los demás nos divertimos, los médicos de urgencias que trabajan a destajo en noches de macrofiestas aplicando inyecciones de glucosa a los que beben demasiado, y los taxistas que están deseando que la carrera sea corta y no le de tiempo al pasajero a devolver o a dejarle un insoportable olor a alcohol en la tapicería, por sólo citar algunos ejemplos, no se lo pasan muy bien en la última noche del año.
Pero lo peor de todo es comprobar como cada año nuestras televisiones nos inundan con el mismo tipo de programa gala-superfiesta-horterada en la que los payasos de turno realizan actuaciones musicales en play-back y los mismos cómicos que salen todo el año en la cadena amenizan con chistes insulsos la espera entre farsa y farsa. ¿Es mucho pedir un poquito de imaginación a los programadores de la noche del 31 al 1? Los José Luis Moreno de todo el país se frotan las manos ante el derroche de caspa de quienes nos retransmiten las campanadas y el año nuevo en televisión.
Que le vamos a hacer, llega otro año y nosotros le ofrecemos lo de todos los años: ilusión que el propio devenir del tiempo nos irá quitando hasta que llegue el momento en que otro fin de año nos haga renovar las esperanzas de un cambio de vida que cuesta mucho más que comerse las doce uvas en doce segundos.
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