De la renuncia y otros males
Desde hace años he intentado ocupar mis horas de la manera más fructífera posible. Es decir, actividades como ver la tele, mirar fijamente el techo mientras la mente se queda tan en blanco como la pintura de las paredes o hacer el vago un domingo levantándome a eso de las 12 eran actividades que sólo podía hacer con un regusto amargo y quedándome en el cuerpo una desagradable sensación de haber perdido mi precioso tiempo, teniendo que sentirme culpable por ello. Durante años, como digo, he pensado que mi padre desaprovechaba su escaso tiempo libre plantándose delante de la televisión al llegar a casa después de 12 horas de duro trabajo, o pasándose toda la mañana del sábado y del domingo – así como varias horas de las tardes de esos dos días – durmiendo. Y yo, consciente y seguro de que el ser humano tenía que cultivar todas aquellas parcelas del arte y de la cultura que su larga – o a veces corta – vida le permitiese, pensaba que el peor ocio era el ocio en que no había ni un ápice de