Noche de Bolero

Ayer por la noche fui al Auditori, ese equipamiento cultural multiusos inaugurado hace unos pocos años, con tanta prisa que se abrió al público antes de que estuviera terminado del todo. El edificio es chulo, y uso esta palabra porque mi vocabulario arquitectónico no pasa de los términos "columna" y "arco" - "columna" gracias al sempitermo Excel y "arco" por una argentino que era portero y trabajaba de barrendero psicólogo-. Por lo que mejor decir que es chulo y que quién me lea decida lo que esa palabreja tan típicamente adolescente quiere decir. Podría decir también que el concierto me pareció guay, que el Bolero de Ravel estuvo chachi y la obra de John Adams fue dabuten, pero así sólo conseguiría que los entendidos en música me denostaran y no me leyeran, y que los ignorantes en la materia - que son el 99, 9 período de la humanidad - no pudieran hacerse una idea de lo que sentí anoche.

Fui al concierto con mi amigo Josep, un chaval humilde y amable, abogado y culto, al cual además se le nota que es buena persona - qué abogado tan raro, ¿verdad? -. Me explicó que querría haber venido con su madre al concierto, pero que no pudo venir porque se encontraba mal. Me dijo también que, en el último concierto al que asistieron los dos, su madre se sintió indispuesta y tuvieron que salir a mitad de la función por una puerta lateral. Mientras iban hacia la puertecita en cuestión, Josep, que además hace unas fotos en blanco y negro de lo más expresivas, se percató que desde el palco lateral se podían tomar unas fotos con un plano picado de aúpa. Así que, cuando hubo acabado la primera parte, aprovechando que el palco lateral estaba libre, nos cambiamos de asientos y nos sentamos justo encima de la orquesta.

Me senté en el asiento situado más exteriormente, me incliné hacia delante, apoyando mis brazos en la barandilla del palco y me dí cuenta de que toda mi vida había deseado estar tan cerca de una orquesta. Desde dónde estaba podía ver la expresión de la cara de los músicos, ver sus semblantes concentrados, observar como movían los arcos a la vez, mientras la música fluía y el director parecía danzar en lo alto del podio, controlando a la orquesta y, a la vez, dejándose controlar por ella. Hubo un momento, en el concierto para violín de Weill, en el cual dos contrabajistas hicieron exactamente el mismo movimiento para pasar la página de las partituras situadas en el atril, a la misma velocidad, con la misma precisión, y estoy seguro - aunque esto obviamente no puedo asegurarlo - que incluso inspirando y expirando al unísono.

Y entonces me vino a la mente una de las ideas que tuve poco antes de enfermar, una de esas ideas que te asustan de lo extrañas que parecen, pero que a la vez desearías, de un modo un tanto infantil, que fueran verdad. ¿ Podría ser que hubiera algún tipo de conexión, de sincronización, de armonización entre mentes de personas diferentes, una especie de puerta abierta a la conjunción entre diferentes personas en un plano casi metafísico pero a la vez corporal? Había observado algo parecido con anterioridad, por ejemplo, en el campo del Barça a la una de la madrugada, después de que Ronaldinho creara ante el Sevilla una obra de arte con un trozo de cuero hinchado y tres palos de metal. Cuando metió su primer gol con el Barça, saltamos todos como presos de una excitación desbordante, como si una onda magnética nos sacudiera el cuerpo y no fuéramos nosotros los que cantáramos gol, sino que algo o alguien nos pusiera las palabras en el cuerpo y desatara nuestro aliento de tal forma que hasta los sismógrafos registraron el momento del tanto. Pero esto era diferente. No éramos los espectadores los que dábamos rienda suelta a nuestra garganta, sino que eran los músicos los que dejaban ir su sensibilidad e inteligencia para ofrecernos un manjar acústico que hacía que dejáramos ir ríos de baba caliente y espumosa mientras mirábamos al escenario con los ojos semicerrados, la cabeza ladeada y la mente más abierta que nunca.

Un famoso director de orquesta dijo una vez que, para que algo realmente interesante ocurra cuando se ejecuta una pieza, los músicos han de olvidarse de la partitura, han de dejarse ir, como si de la petite morte se tratara. Ya la han practicado un montón de veces en los ensayos, son grandes músicos y conocen íntimamente su instrumentos y tienen un nivel de lectura a vista de una partitura excelente. Cada uno de ellos se ha sacado el título superior de música, se ha pasado muchos años estudiando en casa, quizá ocho o nueve horas al día, y, además de su instrumento, ha tenido que estudiar solfeo, armonía, historia de la música, formas musicales, educación corporal, y un sinfín de otras asignaturas que requieren esfuerzo y concentración. Cada uno de ellos es un ser que ama la música, que la siente, que la vive, que la necesita para vivir, para respirar, para seducir y dejarse seducir, para amar y ser amado . Ninguno de ellos podría vivir sin música. ¡Pues joder, dejad de mirar el puto pentagrama y divertíos como el puto Ronaldinho cuando coje la puta bola!

Quizá esa onda que sacudía la orquesta y les hacía ser partícipes de un trabajo en equipo tan complejo no era más que una onda de felicidad que surgía de lo más hondo de cada uno de esos seres de ojos eternamente brillantes que son los músicos. Quizá todos deberíamos aprender a sonreír como Ronaldinho. Y quizá todos deberíamos dejarnos ir con más frecuencia.

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